Colmenares

17/1/12


Hoy todo aquel que se ha enterado de la historia de Colmenares ha quedado atrapado por ella.

Hoy es viernes 6 de enero de 2012. Pero para la familia Colmenares Escobar, de Villanueva (Guajira), no ha dejado de ser domingo 31 de octubre de 2010: la jornada macabra en la que el cadáver de su hijo Luis Andrés, un sonriente e inagotable estudiante de la Universidad de los Andes, apareció bocabajo en el caño del bogotanísimo parque El Virrey.

Durante un año los jueces dieron por hecho lo inverosímil: que, trastornado por el alcohol que había tomado en la fiesta de Halloween a la que había asistido con sus compañeros de clases, el alegre Luis se había suicidado porque sí. Pero a finales del año pasado, tras una valerosa investigación empujada por el duelo inconcluso de sus padres (la madre, doblegada por el dolor, soñó que su muchacho le decía "no busques más, mami, la prueba está en mi cuerpo"), las autoridades se vieron obligadas a reconocer que había sido salvajemente asesinado.

Desde entonces hasta hoy todo aquel que se ha enterado de la historia ha quedado atrapado por ella.


Alguien o algo hecho de dinero, que respira pesadamente en la sórdida tras escena del drama, ha conseguido que ni los supuestos amigos que fueron testigos de la lenta agonía de la víctima ni los primeros funcionarios que tuvieron el caso entre las manos se atrevan a contar lo que pasó: a esta hora de este viernes no se sabe por quién ni por qué ni para qué fue acribillado el hijo de los Colmenares. Pero la verdad está aquí día por día como una mancha que no quita. Y todo aquel que se entera de la noticia se obsesiona con ella porque de prueba en prueba, de los perturbadores informes de los médicos forenses a las incriminatorias llamadas interceptadas, se ha estado convirtiendo en una antología de nuestros peores males: detrás de todo crimen cometido "porque sí" se encuentra una sociedad en alerta roja.

El homicidio de Colmenares se ha salido de los márgenes de los tabloides sensacionalistas porque le sucedió en el parque El Virrey a un alumno de los Andes. Sí, Colombia aún vive de preservar sus clases sociales. Y la muerte de Colmenares se ha quedado adentro -se ha vuelto una parábola que va de voz en voz: acaban de llamarme a contármela por enésima vez- porque no permite olvidar que el problema primordial de Bogotá sigue siendo la segregación social de la que ha estado hablando su alcalde; porque, al tiempo que los jueces piden una reforma que en verdad los salve, recuerda que lo único que tenemos en la teoría es la justicia que no tenemos en la práctica; porque hoy, justo cuando los estudiantes comienzan el año fundamental de su batalla, demuestra que la educación también ha tenido que arrodillársele al dinero.

Las lapidarias frases sueltas que han ido apareciendo en las páginas del caso, "ya hablé con el abogado a ver si por fin logramos archivar esta mierda", "dejemos a ese negro hijueputa ahí", "yo vi todo pero no tengo nada que ver", "sus compañeros han hecho uno de esos pactos de silencio que suelen hacerse en la mafia", "su querida Universidad de los Andes no nos ha expresado ni un poco de solidaridad", "yo sí le dije a mi hijo que mejor estudiara en la Universidad Nacional" o "yo voy a descansar cuando se sepa la verdad", ponen de pie sobre esta tierra. Si no hay noticias, en Colombia, son malas noticias. Colombia ha vivido resignada a sus misterios. Pero todo aquel que escucha la tragedia inútil de ese muchacho que aparece en sueños pide a su propio Dios que al menos esta vez se haga justicia: que al menos esta vez la historia llegue hasta el final.

Y que en el final, ese lejano lugar en donde los interrogantes se despejan, aquella familia que no cree en la venganza logre llegar por fin al primero de noviembre: el día en que su muerto pueda pedirles que sigan viviendo.

Ricardo Silva Romero
Columnista El Tiempo

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