En el río no hay río. Mayulis Epiayo
camina descalza sobre el barro tostado de la cuenca del río Ranchería, que nace
en la Sierra Nevada de Santa Marta y que ya no alcanza a llegar a su vivienda,
ubicada a 15 minutos de Riohacha, capital del departamento de La Guajira. Más
arriba, aunque en hilitos, aún corre agua por el afluente.
La cuenca del río es como un túnel,
hondo y larguísimo, bordeado por gruesas raíces de árboles centenarios de hasta
cuatro metros. Mayulis vive con su familia en la ranchería Saa’n Wayú, que en
la lengua de su pueblo, el Wayuinaiki, significa: ‘espíritu wayú’. La mujer, de
40 años, dice que hace dos años no llueve y que hace más de un mes el río se
secó.
Allí,
como en la mayoría de La Guajira, no hay servicio de acueducto. Nunca ha habido
agua potable. El agua para beber, cocinar, lavar la ropa y bañarse, para
alimentar a los chivos, la surten las lluvias o el río. Hoy no hay ni una cosa
ni la otra.
A
pocos metros, unos niños, como gallinas, escarban un hueco en la mitad de lo
que era el río, frente a su casa. “Están covando”. Covar: arañar la tierra para
sacar agua. Lo que sale es un charquito de agua revuelta, negra, que huele a
podrido. Agua podrida. Es lo único que tienen y no es apta para el consumo
humano. Y sí, se la tienen que tomar. “Hemos pedido que nos pongan un molino de
viento, como hay en otros lados, pero nada”, se queja la mujer.
La
sequía que azota a la zona norte del país, especialmente a La Guajira, se suma
a una problemática histórica para esta región y el pueblo Wayú: la
imposibilidad de tener un sistema efectivo de almacenamiento y suministro de
agua. Eso lo explica Ricardo Lozano, exdirector del Ideam. A eso, añade el
experto, hay que sumarle las condiciones naturales de su ecosistema: el
desierto, vientos que soplan muy fuertes y que impiden que exista humedad que
se pueda convertir en lluvia, y el impacto generado por el cambio climático que
ha hecho que ya no llueva en una región donde llueve muy poco. Sí. La única
posibilidad de tener agua depende de la lluvia. Y ya se ha dicho aquí no llueve
hace dos años. Impensable un sistema de acueducto en pleno desierto y donde una
ranchería puede estar a 15 kilómetros de la otra.
La
Defensoría del Pueblo, en una visita hace pocos días, encontró un escenario de
desolación y muerte. En el municipio de Uribia identificó a unos 17.000 niños
desnutridos; en Manuare, a 18.000, y en Riohacha, al menos 2.000. La entidad
reveló que la crisis humanitaria por falta de agua y alimentos que vive La
Guajira le provocó la muerte a 23 niños en el 2013.
En
los primeros seis meses de este año ya han enterrado a 15 niños por la misma
causa. Sin embargo, añade la Defensoría, la Superintendencia de Salud estima
que el subregistro puede ser muy alto, pues las comunidades suelen sepultar a
sus niños cerca de sus terrenos y nadie más se da por enterado.
Más
de siete mil cabezas de ganado también de han perdido por la misma causa. Y
muchos chivos también. Es extraño ver que los chivos persigan a la gente, pero
hay una explicación: lo hacen a la espera de que les den un poco de agua.
Atravesar
el desierto
En
el camino del casco urbano de Uribia hacia el Cabo de la Vela, a lo lejos, dos
burros caminan sin dueño con varias pimpinas de agua amarradas sobre los lomos.
A medio kilómetro vienen María Ipuana y su hijo Simón, de diez años.
María,
tímida, la cabeza cubierta con una pañoleta para que el sol y los 42 grados de
temperatura que azotan a La Guajira no le den tan duro, dice que todos los días
debe atravesar el desierto, de lado a lado, dos o tres horas en total, para
conseguir agua. Ella, Simón y los burros, que del mismo trajín diario ya se
aprendieron el camino.
El
agua la saca de un jagüey, en otra ranchería, donde aún queda un poco. Un
jagüey es un reservorio de agua, una alberca natural, un mordisco que se le
hace a la tierra para que pueda almacenar aguas lluvias. Se calcula que hay
unos 500 en la Alta Guajira -el primero data del gobierno de Gustavo Rojas
Pinilla, por allá en 1955- y la mayoría están secos. Y en los que aún brota
algo, por la cercanía al mar, sale puerca y salada.
Según
la Defensoría del Pueblo, de los 350 reservorios de Uribia –que es el segundo
municipio más grande del país después de Cumaribo en el Vichada, con más de
8.200 kilómetros de extensión, más de 70.000 habitantes, 21 corregimientos
totalmente dispersos-, solo uno tiene agua. En muchas zonas de este municipio
gigante y mayoritariamente rural hay pozos y molinos de viento que aún proveen
algo de líquido, cada vez más escaso.
En
ese desierto que es el territorio sagrado de los Wayú aparecen niños, hombres y
mujeres en bicicleta, en moto, o caminando, con galones de agua a cuestas.
Todos hacen largas travesías para conseguir algo. Lo que se ve es un ritual
perverso e inhumano al que, lamentablemente, muchos se han acostumbrado y
resignado.
Aharón
Laguna, propietario de la posada turística Apalanchi, en el Cabo de la Vela,
cuenta que para conseguir agua tiene que contratar un carrotanque cada 15 días,
que le cobra 300.000 pesos por llevarle unos 10.000 litros del líquido desde
Uribia, donde hay un acueducto que funciona a medias. Eso, dice, es una
infamia. Pero tiene que pagar porque no puede dejar a los huéspedes –la mayoría
extranjeros que llegan a conocer ese paraíso salvaje del desierto anaranjado
que se funde con un mar azul- sin con qué bañarse.
El
hombre lamenta que una planta desalinizadora construida hace tres años en esa
zona, y en cuya construcción se invirtieron más de siete mil millones de pesos,
solo funcione de vez en cuando. “La planta siempre está parada, por una cosa o
la otra”, gruñe.
Rubén
Almazo, secretario de Gobierno de Uribia, afirma que además de la falta de
lluvias el problema es la falta de recursos para garantizar el sostenimiento de
obras como la planta del Cabo de la Vela, que pertenece a su jurisdicción, y
otros microacueductos. El combustible para hacerlos funcionar es muy costoso.
Según
Almazo, la reducción de regalías por la explotación minera es del 50 por
ciento, debido al nuevo sistema general de regalías. Mientras en el 2012 eran
27 mil millones para la vigencia de ese año, la misma cantidad se dispuso para
el 2013 y 2014. Un documento publicado por la revista Supuestos, de la
Universidad de Los Andes, indica que La Guajira produce anualmente 32 millones
de toneladas de carbón, lo cual representa el 50 por ciento de las
exportaciones carboníferas del país.
Almazo
recuerda, además, que el agua en Uribia no se paga como un servicio público,
aunque por cada pimpina del líquido cada familia debe pagar, según él, entre
100 y 500 pesos, pues la empresa de acueducto es de economía mixta. “El agua
que se distribuye es gratis”, advierte el funcionario, quien asegura que pese a
la contingencia hay más de 80 carrotanques distribuyendo agua en lSeqa Alta
Guajira. Pero reconoce que en esta crisis cualquier esfuerzo es insuficiente.
Denuncian
negligencia
Los Wayú hablan en voz baja, pero
denuncian negligencia, uso indebido de los recursos públicos y de las regalías,
corrupción y abandono de los gobiernos departamental y nacional. El
representante de una asociación de dirigencia Wayú de la Alta Guajira, quien
pidió omitir su nombre por motivos de seguridad, dice:
"El
derecho fundamental del agua de los Wayú no ha sido interpretado por la función
pública acorde a las realidades de nuestro pueblo, es decir, a un sistema de
representación descentralizado y a un modo de ocupación territorial dispersa
por asuntos filosóficos y espirituales". El hombre insiste en que no solo
hay sed: hay hambre. Mucha hambre y miseria en un departamento donde, según el
Dane, el 58 por ciento de la población vive en situación de pobreza y otro 27,7
por ciento en pobreza extrema. Es decir: el 85,7 por ciento de los guajiros son
pobres.
Ricardo
Lozano, el exdirector del Ideam, advierte que los estragos del cambio climático
se ven claramente en esta región del país.
"El
cambio climático, ya se ha demostrado, esta haciendo que en ecosistemas de
desierto como en La Guajira, donde no hay humedad, cada año la cantidad de
lluvias sea menor".
Eso,
añade, sin necesidad de un fenómeno de El Niño, que se avecina y puede desatar
una crisis humanitaria aún peor.
Lozano
también cree que debe existir una política de adaptación a los territorios y
condiciones de vida de los Wayú, en el que intervengan todos los actores del
estado: gobierno, salud, agricultura, minas y energía.
La Gobernación y la Corporación Autónoma
de la Guajira han intensificado sus acciones para enfrentar la contingencia,
puntualmente en el desarrollo de pozos profundos donde, ya se ha establecido,
hay importantes reservas de agua. "Pero nos hemos demorado mucho",
añade Lozano.
De
regreso a Riohacha desde el Cabo de la Vela, los niños se asoman a a la
carretera labrada en el desierto por las llantas de las camionetas cuatro por
cuarto que transitan por allí, y estiran la mano. Piden comida, una botella o
una bolsa de agua, cualquier cosa. Se ven flacos, desnutridos, y jadeantes por
la sed.
Mayulis,
la mujer que camina sobre la tierra cuarteada por donde solía pasar el río
Ranchería, no cree que lo que le esté pasando a su pueblo sea culpa del
calentamiento global. Ella, respaldada por la sabiduría de sus ancestros, dice:
"Es Dios, que está bravo porque el hombre le ha quitado la sangre, el
corazón y el cerebro a la Tierra".
Levanta
la cara hacia el cielo y se queda mirando, como esperando un milagro.
JOSÉ
ALBERTO MOJICA PATIÑO
Enviado especial de EL TIEMPO
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