Me dejo caer el último rocío de loción y decido salir a patrullar el pueblo, doy marcha al motor del carro, prendo el aire acondicionado y tomo dirección hacia el sur. Al llegar donde muere la cuadra levanto la mano derecha para saludar a Yola quien responde a mi cortesía con una sonrisa, giro a la derecha y en menos de 10 segundos bordeo los muros altos del otrora Liceo Colombia, paro en la siguiente esquina. Estoy en la calle número 12.
Por la plaza de tarde en tarde desfila la vida y con ímpetu se mueve el comercio de la cerveza, el whiski, los helados y las salchipapas. Es época de vacaciones, los estudiantes han retornado y en las casas abuelos, padres, hermanos, tíos, primos y sobrinos acuden en desorden a la cita de la navidad y el año nuevo; con la llegada del último mes del año todo parece cobrar más vida, la brisa está cargada de bulla y las calles se engalanan con muchachitas y jóvenes que se esfuerzan por estar bien presentados e impresionar por lo que llevan puesto; en cualquier patio o terraza se pueden escuchar las carcajadas que provoca un cuento echado con gracia y perfecta entonación, los equipos de sonido retumban con música de Martín Elías. A lo lejos distingo las notas de un acordeón que acompasado a la guacharaca y la caja amenizan una de tantas integraciones que organizan las viejas promociones de alumnos de los diferentes colegios. Averiguo por los acordeoneros de moda en el pueblo y me hablan de uno de apellido Herrera y otro que apodan Trombosis; aquí nació el vallenato y por ende no se escucha nada diferente.
Dentro de mi plan obligatorio de visitas recalo en la casa de Aurita Pavajeau, por eso con lentitud arrimo el carro paralelo a la fachada, apago el motor y me bajo, sonriente me recibe Ana Milena a quien me une una reciente amistad. En La Villa las cosas son así, sólo ha pasado media hora desde que me senté y sin darme cuenta comparto mi sitio de reunión con otros y otras que de a poco fueron llegando. De la esquina del lado aterrizaron tres muchachos y del fondo de la vivienda salieron Diana y Carolina las hijas menores de Aurita. Me detengo a pensar y concluyo que estoy rodeado de pelaos que no superan los 23 años, pero la mamadera de gallo está buena e inesperadamente ya hago parte del combo, mis 36 recién cumplidos pasan desapercibidos. Miro para la esquina de al lado, donde estaban antes los tres muchachos, y recuerdo que por algún motivo ajeno a los pasillos de mi memoria, durante la niñez, todos los diciembres asistía con mis padres a una fiesta que allí se hacía, una fiesta con todas las de la ley; es la casa de la señora Flor Gil, la abuela de Luis Andrés Colmenares Escobar. En el recuerdo la fiesta,….hoy pasividad, tristeza, luto y dolor.
De la casa esquinera propiedad de Flor Gil al cementerio, hay apenas 180 pasos de distancia, tal vez la misma cantidad de pasos que a la plaza central, tal vez la misma cantidad de pasos que al mercado, tal vez la misma cantidad de pasos que a la vivienda donde nací, la misma que hoy en día habitan mis padres. Miro otra vez en dirección a la esquina contigua y me inquieta una presencia que nos observa desde adentro a través de una de las ventanas laterales, sus ojos no apuntan a todo el grupo sino a alguien en especial. Me detengo nuevamente, pienso y creo entender lo que pasa, la que vigila es Oneida Escobar, hija de Flor Gil y mamá de Luis Andrés y Jorge Luis a quien cariñosamente llaman “yoyo”. Ya entendí por completo y me resulta obvio que no deje de mirar, le arrebataron sin pedir permiso un pedazo de alma y por el momento está dedicada a cuidar y conservar la otra mitad, la que todavía respira, camina, habla, sueña y siente, a ese que le dicen “yoyo” y que está sentado a mi lado. La entiendo, por eso no me incomoda que siga allí parada, vuelvo mis ojos hacia la mujer y pienso en mi mamá, su alma está dividida en 6 y creo que si a alguno de sus hijos le hubiese pasado lo que a Luis Andrés, también estuviera atenta desde su ventana.
A Oneida no la conozco, ni siquiera le he dicho “buenas tardes”, pero su cara me la aprendí de memoria a fuerza de verla cargar su pena en la televisión, la prensa, la radio y las páginas de internet; mientras estuve de vacaciones en Villanueva apenas la vi parada detrás de la ventana de la casa de Flor Gil y creo que pude escanear parte de su dolor, ese que no se quita a pesar del ambiente de vacaciones y fiesta que vive el pueblo, ese mismo que se camufla detrás del gesto duro y la fuerza con que habla Luis Alonso Colmenares, ese mismo dolor que de a poco fue impregnando a todo el que conoció el caso del joven de la Universidad de los Andes que fue hallado muerto un día de hallowen.
Hoy, luego de 1 mes, ya no estoy de visita en casa de Aurita, ya no recibo la brisa fresca que baja desde el Cerro Pintao, no se escucha el acordeón y tampoco estoy de pantalón corto y sandalias; son las 5:30 p.m. de un martes frio y me tomo un capuccino en el Café Milano de Bogotá, justo al frente del caño donde encontraron muerto a Luis Andrés Colmenares Escobar. A mi izquierda la carrera 15 atestada de carros me recuerda que por aquí también desfila la vida. Me inquietan el proceso y las investigaciones, me atemoriza la posibilidad de que el esfuerzo de Oneida sea en vano, me deja inconforme la opción de que no se sepa la verdad, me deja pasmado la tranquilidad de Carlos Cárdenas, Jessy Quintero y Laura Moreno; al tiempo, me ilusiona que el rompecabezas se arme y castiguen a los culpables, que se sepa hasta el último detalle. Qué importa que yo no conozca a Oneida?, qué importa que ella no me conozca a mí?, nos une Villanueva y el deseo de justicia. Mientras escribo caigo en cuenta que tal vez, desde el carro de perros calientes que está en calle 85 hasta el flaco riachuelo que se desliza por el caño del Parque El Virrey también hayan 180 pasos de distancia, la misma cantidad de pasos que hay desde la casa de Flor Gil hasta donde desfila la muerte en la cuna de acordeones, donde descansa el dolor de una madre, donde unos mal llamados “amigos” dejaron tirados los sueños y la vida Luis Andrés.
Gregorio Peñaloza S
Twitter: @pegnaloza
Tomado de http://modelo75.blogspot.com/2012/02/180-pasos.html
Foto: María José Pavajeau.
Compilación: Villanueva mi@
Por la plaza de tarde en tarde desfila la vida y con ímpetu se mueve el comercio de la cerveza, el whiski, los helados y las salchipapas. Es época de vacaciones, los estudiantes han retornado y en las casas abuelos, padres, hermanos, tíos, primos y sobrinos acuden en desorden a la cita de la navidad y el año nuevo; con la llegada del último mes del año todo parece cobrar más vida, la brisa está cargada de bulla y las calles se engalanan con muchachitas y jóvenes que se esfuerzan por estar bien presentados e impresionar por lo que llevan puesto; en cualquier patio o terraza se pueden escuchar las carcajadas que provoca un cuento echado con gracia y perfecta entonación, los equipos de sonido retumban con música de Martín Elías. A lo lejos distingo las notas de un acordeón que acompasado a la guacharaca y la caja amenizan una de tantas integraciones que organizan las viejas promociones de alumnos de los diferentes colegios. Averiguo por los acordeoneros de moda en el pueblo y me hablan de uno de apellido Herrera y otro que apodan Trombosis; aquí nació el vallenato y por ende no se escucha nada diferente.
Dentro de mi plan obligatorio de visitas recalo en la casa de Aurita Pavajeau, por eso con lentitud arrimo el carro paralelo a la fachada, apago el motor y me bajo, sonriente me recibe Ana Milena a quien me une una reciente amistad. En La Villa las cosas son así, sólo ha pasado media hora desde que me senté y sin darme cuenta comparto mi sitio de reunión con otros y otras que de a poco fueron llegando. De la esquina del lado aterrizaron tres muchachos y del fondo de la vivienda salieron Diana y Carolina las hijas menores de Aurita. Me detengo a pensar y concluyo que estoy rodeado de pelaos que no superan los 23 años, pero la mamadera de gallo está buena e inesperadamente ya hago parte del combo, mis 36 recién cumplidos pasan desapercibidos. Miro para la esquina de al lado, donde estaban antes los tres muchachos, y recuerdo que por algún motivo ajeno a los pasillos de mi memoria, durante la niñez, todos los diciembres asistía con mis padres a una fiesta que allí se hacía, una fiesta con todas las de la ley; es la casa de la señora Flor Gil, la abuela de Luis Andrés Colmenares Escobar. En el recuerdo la fiesta,….hoy pasividad, tristeza, luto y dolor.
De la casa esquinera propiedad de Flor Gil al cementerio, hay apenas 180 pasos de distancia, tal vez la misma cantidad de pasos que a la plaza central, tal vez la misma cantidad de pasos que al mercado, tal vez la misma cantidad de pasos que a la vivienda donde nací, la misma que hoy en día habitan mis padres. Miro otra vez en dirección a la esquina contigua y me inquieta una presencia que nos observa desde adentro a través de una de las ventanas laterales, sus ojos no apuntan a todo el grupo sino a alguien en especial. Me detengo nuevamente, pienso y creo entender lo que pasa, la que vigila es Oneida Escobar, hija de Flor Gil y mamá de Luis Andrés y Jorge Luis a quien cariñosamente llaman “yoyo”. Ya entendí por completo y me resulta obvio que no deje de mirar, le arrebataron sin pedir permiso un pedazo de alma y por el momento está dedicada a cuidar y conservar la otra mitad, la que todavía respira, camina, habla, sueña y siente, a ese que le dicen “yoyo” y que está sentado a mi lado. La entiendo, por eso no me incomoda que siga allí parada, vuelvo mis ojos hacia la mujer y pienso en mi mamá, su alma está dividida en 6 y creo que si a alguno de sus hijos le hubiese pasado lo que a Luis Andrés, también estuviera atenta desde su ventana.
A Oneida no la conozco, ni siquiera le he dicho “buenas tardes”, pero su cara me la aprendí de memoria a fuerza de verla cargar su pena en la televisión, la prensa, la radio y las páginas de internet; mientras estuve de vacaciones en Villanueva apenas la vi parada detrás de la ventana de la casa de Flor Gil y creo que pude escanear parte de su dolor, ese que no se quita a pesar del ambiente de vacaciones y fiesta que vive el pueblo, ese mismo que se camufla detrás del gesto duro y la fuerza con que habla Luis Alonso Colmenares, ese mismo dolor que de a poco fue impregnando a todo el que conoció el caso del joven de la Universidad de los Andes que fue hallado muerto un día de hallowen.
Hoy, luego de 1 mes, ya no estoy de visita en casa de Aurita, ya no recibo la brisa fresca que baja desde el Cerro Pintao, no se escucha el acordeón y tampoco estoy de pantalón corto y sandalias; son las 5:30 p.m. de un martes frio y me tomo un capuccino en el Café Milano de Bogotá, justo al frente del caño donde encontraron muerto a Luis Andrés Colmenares Escobar. A mi izquierda la carrera 15 atestada de carros me recuerda que por aquí también desfila la vida. Me inquietan el proceso y las investigaciones, me atemoriza la posibilidad de que el esfuerzo de Oneida sea en vano, me deja inconforme la opción de que no se sepa la verdad, me deja pasmado la tranquilidad de Carlos Cárdenas, Jessy Quintero y Laura Moreno; al tiempo, me ilusiona que el rompecabezas se arme y castiguen a los culpables, que se sepa hasta el último detalle. Qué importa que yo no conozca a Oneida?, qué importa que ella no me conozca a mí?, nos une Villanueva y el deseo de justicia. Mientras escribo caigo en cuenta que tal vez, desde el carro de perros calientes que está en calle 85 hasta el flaco riachuelo que se desliza por el caño del Parque El Virrey también hayan 180 pasos de distancia, la misma cantidad de pasos que hay desde la casa de Flor Gil hasta donde desfila la muerte en la cuna de acordeones, donde descansa el dolor de una madre, donde unos mal llamados “amigos” dejaron tirados los sueños y la vida Luis Andrés.
Gregorio Peñaloza S
Twitter: @pegnaloza
Tomado de http://modelo75.blogspot.com/2012/02/180-pasos.html
Foto: María José Pavajeau.
Compilación: Villanueva mi@