Juan David Herrera (Columnista
Invitado). "Me disculpo de entrada si llego a ser
impertinente en el uso de ciertos términos. Para los fines de este artículo se
utilizarán las palabras “cachaco”, “pueblerino”, “citadino” y “pueblo” en
sentido netamente coloquial".
Hace años me encontraba con mi amigo
Álvaro Vásquez en las playas de Salgar, haciendo remembranza de los tiempos en
que vivimos en la capital, la nevera, la fría, cachacolandia… Bogotá. En el
momento de esa charla ambos éramos ya dos jóvenes con las almas invadidas de la
vejez prematura que le entra a quienes van a pisar los 30 años; pero éramos al
tiempo dos seres criados en provincia, o en municipios pequeños de la costa
atlántica: dos pueblerinos costeños. Y aunque ya en ese tiempo habíamos pasado
las fronteras territoriales que dividen a las metrópolis de las zonas rurales,
y no sólo habíamos experimentado lo que significaba vivir en la capital, sino
que contábamos ambos con viajes internacionales compartidos, la constante
mental de nuestro imaginario de infancia permanecía allí, como una curiosidad
natal que no se olvida, pero que saciada hasta cierta medida, con la edad sirve
de punto de partida para la comparación y el desencanto. Y fue allí cuando
llegamos a la conclusión de que mientras que a los cachacos los invade el sueño
americano, a los costeños nos circunda el sueño cachaco.
Todos conocen del sueño americano. Ese
término usado para definir el anhelado ingreso al país gringo de las
maravillas, lleno de luces multicolor, enormes limusinas, modernas autopistas,
gigantescos rascacielos, seres de ojos azules, cabellos rubios y peinados
perfectos, cuerpos embutidos de masas musculares, féminas convertidas en
conejitas, cohetes que viajan a la luna, simios gigantes escalando edificios,
superhéroes y villanos, en fin… lo maravilloso del mundo artificial americano,
estadounidense, ya que, como dijera Eduardo Galeano, con el tiempo los latinos
perdimos hasta el derecho de llamarnos americanos.
Propaganda de ese mundo artificial nos
llegaba principalmente por revistas y películas, hasta que culpablemente
formamos en nuestras conciencias sobre ellos la imagen de una civilización
superior que paría la más alta tecnología con sus inteligencias desbordadas,
cuyo pilar principal era la libertad, la Casa Blanca y esa estatua americana –
pero de origen francés - levantando su brazo en símbolo de que allí yacía el
mundo libre, el país de las oportunidades, un mundo ejemplar. Así que sobre la
base de ese encanto y estilo de vida se hicieron reposar los sueños de nuestros
citadinos, hasta el punto de copiar muchas de esas instituciones foráneas, las
cuales se impusieron no sólo al nivel íntimo de las personas y sus anhelos de crecimiento
y superación –
porque ante los gringos no éramos nada –, sino que además se implantaron, en
virtud del centralismo cachaco, en las políticas públicas, y en la visión de
nación y país que debía ser Colombia.
Los pueblerinos, mientras tanto,
crecimos viendo cómo los cachacos transformaban su mundo. La referencia más
inmediata de un mundo moderno la
encontrábamos en los citadinos, principalmente en los cachacos de Bogotá. La
información nos llegaba con la prensa y la televisión. Sabíamos que se trataba
de otra especie, la que tenía los edificios altísimos y las grandes avenidas,
donde vivían los presidentes, los famosos y la gente más importante, la ciudad
donde se hacían las telenovelas y programas de concursos, donde la gente vestía
distinto, con esos trajes finos y hermosos abrigos, donde todo el mundo era blanquito y de cabellos “aconductados”, con su forma
de hablar educado -
porque el cachaco vocaliza bien, es decir, habla
bien - y sus
modales propios de otra cultura, más avanzada y anti-montuna,
gente fina que no sudaba porque en la capital hace frío, gente de caché.
Bajo esa referencia los pueblerinos
costeños creamos y nos creímos el mito del ser cachaco como un personaje
superior, con una mejor educación y mayor inteligencia. “Los cachacos son
inteligentes”, era el decir. Al tiempo que creamos una consciencia no tan
abstracta de la diferencia entre el pueblo y la ciudad, donde ciudades como
Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, nuestras ciudades, no nos servían de
referente extrapolar de lo que era un ambiente citadino, sino que recurríamos a
la imagen de la metrópolis cachaca para señalar la distinción con nuestro
ambiente. Las ciudades costeñas las sentíamos más cercanas, llenas de gente no
tan distinta a uno, gente con el carnaval, el baile, las actitudes costeñas,
lenguaje similar. Sabíamos que eran ciudades, pero no las concebíamos como
tales, sino como pueblos grandes; al fin y al cabo no eran tan modernas como la
capital, eran calientes y sus gentes provenían de pueblos como los nuestros.
Una vieja historia, que aún no sé si
se trata de un chiste o de una anécdota, ha sido contada en mi pueblo, aunque
estoy seguro que en muchos pueblos más, y sirve de ejemplo para ilustrar el
fenómeno del referente pueblerino y el ingreso a un mundo diferente. La
historia le pasó a pechi, pongámosle ese apodo a nuestro
personaje. Pechi nació y creció en Manaure, pueblo de La Guajira, en el que
todas las casas eran de una sola planta y el único edificio que el pechi
conocía era en el que funcionaba la Alcaldía Municipal, el cual contaba con
cuatro pisos. Cierto día el pechi recibió un regalo: un viaje a Bogotá. Al
llegar a la capital, puesto en medio de la selva de concreto, el pechi miraba
con inmenso asombro los altos edificios, y después de un lapso de desconcierto
pudo expresar: “¡Nojoda…! ¡Aquí si hay alcaldías!”.
Pero no sólo era la visión estética y
arquitectónica lo que nos servía de referente para alimentar el mito citadino.
Esa ilusión también se sustentaba con la realidad estructural del poder
político nacional: el centralismo. Las decisiones más importantes se tomaban en
Bogotá. Incluso no hace muchas décadas era desde la capital donde se definían
los alcaldes y gobernadores para todo el país. En cachacolandia vivían los
poderosos que definían el destino de nuestro país, y la palabra de un ministro
tenía el peso para doblegar cualquier postura política regional y pueblerina.
“Ahí no hay nada qué decir, la decisión vino de Bogotá” era la sentencia con la
que se mataba cualquier discusión, y la secuela mental creaba un endiosamiento
hacia esa superestructura cachaca que nos hacía aceptar las cosas así no
conociéramos su fundamento, como cuando alguien nos echa un paquito pero lo antecede con la frase “está
científicamente comprobado que…”. Creamos ese mito cachaco y con él nuestro
complejo de inferioridad mental pueblerino. En mi experiencia como abogado
puedo recordar el sinsabor generado cuando, por accidente de chismoso, en más
de un juzgado le escuché decir a cualquier secretario, incluso un juez, cosas
como “¡ojo con los términos! Mira que el que lleva ese proceso es un abogado cachaco
y esos sí son estrictos”.
Así desarrollamos nuestros
imaginarios. De forma inconsciente fuimos creando los conceptos mentales de
superioridad e inferioridad frente al ser cachaco,
y en lo material referenciamos los conceptos de pueblo como sinónimo de atraso,
y de ciudad como adelanto. Así que si queríamos salir del atraso y crecer como
personas acudíamos a los elementos citadinos, y rechazábamos los pueblerinos
para que no nos frenaran. Y en ese devenir hemos sacrificado muchas cosas
esenciales. Las marcas de lo que se concibe como senderos del desarrollo en
muchas oportunidades nos han obligado a experimentar desde lo nuestro y desde
nosotros mismos para poder avanzar hacia un desarrollo que no conocemos, y en
ese querer avanzar sin darnos cuenta comenzamos a entregarlo todo, tanto que
como resultado tenemos que los elementos citadinos han venido devorando los del
pueblo sin piedad.
Nuestra música, por ejemplo, ha
sufrido las transformaciones de esa “citadinización” por la cual
lo que es propio de los pueblos se transforma y muta hacia formas citadinas. El
vallenato, para mencionar un género musical, cuyos desarrolladores eran
juglares y que en sus cantos hacían mención de las historias de las veredas,
corregimientos y cascos municipales, que le cantaban a los paisajes limpios de
las serranías, valles y desiertos, las aguas de los ríos, la belleza de la
mujer, las costumbres de la región, y obviamente al amor, el despecho, la
traición y toda una sábana de sentimientos y circunstancias, sufrió una transformación
espontánea, simultánea con la generación de los nuevos imaginarios: los
elementos citadinos han venido devorándolo, y ahora los escenarios de las
canciones y videos nos muestran espacios cerrados, llenos de luces, edificios,
discotecas y cuartos de hotel, con mujeres y hombres de cuerpos de gimnasios y
visibles cirugías estéticas, y conforme a la artificialidad de la ciudad, las
canciones se promueven desde lo monotemático puro (el amor, el despecho, la
traición…) a lo meramente banal y vulgar (sexo sin premeditación y sentido,
rumba loca, alabanzas al cuerpo que se enseña…), y la justificación de sonidos
electrónicos para la modernización del vallenato – ¡luces, chispas, bombas! -.
Y aunque hasta el momento las causas del hecho se le atribuyen a las demandas
del mercado y al fenómeno de la internacionalización, lo cual conlleva un
cambio de imagen y adaptación de los productos, lo cierto es que este es uno
sólo de los factores de consecuencia por los que se ha transformado la música.
El mismo ejemplo podría ilustrarse con la champeta, y tal vez de forma más
clara por cuanto en este caso la trasformación ha sido incluso nominal, y ahora
se habla de champeta urbana, clara referencia de lo que en nuestro imaginario
se tiene como evolución, lo que equivale a dejar atrás los elementos
pueblerinos y avanzar hacia los urbanos y citadinos.
Hoy en día la realidad no es tan
distinta, aunque en un mundo globalizado las referencias espaciales y los
puntos de comparación son mucho más diversos; además de que se ha despertado
conciencia de las diferencias y se ha sacado ventaja de ellas. A nivel nacional
el ser costeño se
muestra sin términos inferiores en muchos elementos; por ejemplo, la mujer
costeña, es más consciente de que las características con que se reconoce su
belleza física, su voluptuosidad, son las más apetecibles, demandadas e
imitadas – ya que con el boom de
las cirugías los cuerpos se amoldan a los prototipos de belleza como una moda,
aunque igual que la moda no deja de ser efímera -; los ritmos y elementos
culturales costeños se han internacionalizado más que los andinos y,
obviamente, la capital no ha sido ajena a la captación de los mismos; las
ciudades costeñas tienen la capacidad de atraer de igual forma o quizás con
mayor atractivo los destinos de viajeros, y más cuando en ellas se ha venido
desarrollando el campo empresarial y el turismo; empero, no se puede negar que
la visión de ciudad como un norte de desarrollo y del pueblo como lugar de
atraso se mantiene como una constante de nuestros complejos culturales, y que
en particular ante la ciudad andina nos sentimos inferiores en desarrollo y que
seguimos cultivando el mito cachaco desde nuestros pueblos y desde nuestro ser costeño.
Con algunas variaciones, entonces, el
mito cachaco sigue vivo y más aún el mito de la ciudad de los cachacos. La
capital ofrece oportunidades de estudio y de trabajos importantes, alberga las
mejores universidades del país, aún sigue siendo el centro del poder político
nacional, posee grandes escenarios deportivos, artísticos y culturales, cuenta
con enormes parques, además de sus variables arquitectónicas y la multiplicidad
de sitios para visitar. Es un espacio diferente, y eso llama la atención,
atrae.
Muchas diferencias siguen vivas e
impulsan a las personas a aventurarse a experimentar el sueño citadino, un
deseo que muchas veces se orienta por esa fiebre de vivir otro mundo. Y si se
trata de salir del pueblo, ese casco rancio en el que no hay nada que hacer, en
el que las oportunidades son pocas, la idea se convierte en impulso, y es así
que muchas gentes de nuestros pueblos deciden ir a la ciudad, a la capital,
para sentirse urbanos, conocer las enormes avenidas, los centros comerciales y
discotecas, subir en ascensores y en esos sistemas de transporte masivo,
llenar las venas con esa mezcla de concreto y luces que ofrece la ciudad, vivir
la ciudad, vivir en la ciudad, experimentar y cumplir el sueño cachaco. Sin
embargo, es asimilable que muchas de las razones de migración de pueblerinos a
la metrópolis se deba al fenómeno del desplazamiento forzado que sufre
Colombia, o a la carencia de oportunidades laborales de nuestros pueblos y que
la capital puede suplir en cierta forma, o a la falta de cobertura
universitaria o calidad educativa que por lo general resulta inexistente en los
cascos municipales, en fin… razones o motivos que no hacen parte del deseo
marcado por un sueño, pero que de un modo u otro hacen virar la dirección de
nuestros nortes al centro del país, siempre como una opción, como una tabla de
salvación y oportunidad y, sin poder negarlo, por esa visión de Bogotá como el
centro de desarrollo y avance del país.
Una de esas diferencias que parecieran
triviales y que impulsan a muchos pueblerinos con fiebre juvenil a migrar a la
capital es la facilidad con que una persona puede desarrollar su personalidad
con un margen casi nulo de barreras sociales. En los pueblos por lo general se
maneja un grado alto de uniformidad cultural, por lo que no es fácil ser
diferente sin escapar a ciertas barreras coercitivas: la burla, la presión
social, la demanda de uniformidad, el chisme, el matoneo… En los pueblos de la
costa una persona que decide ser radicalmente distinta a las demás o alejarse
de la uniformidad cultural mínimamente se gana un apodo. Bogotá, en cambio, es
una ciudad más abierta a las diferencias, en donde se pueden encontrar en el
mismo espacio personalidades, identidades y culturas diversas. Esto no indica
que no existan limitaciones de tipo social, lo cual depende más o menos del
círculo social al que se quiera pertenecer, o que no existan confrontaciones y
rasgos de discriminación; claro que existen, pero, a diferencia del pueblo, es
una ciudad en la que cualquiera puede ser cualquiera o lo que quiera, con mayor
libertad que en el pueblo, y eso es importante para el crecimiento personal.
Sin embargo, la atención que se debe
brindar sobre este aspecto radica en lo que puede ser un riesgo de desencanto:
cualquiera es cualquiera, que es casi como decir que se es uno más en el montón
o no se es nadie. Porque Bogotá, quiérase o no, es una ciudad en la que la
indiferencia y el “nomeimportismo” abundan, lo cual puede ser tomado como
una causa social de la falta de pertenencia con la ciudad. Entonces, lo que
puede ser un atractivo para muchos jóvenes pueblerinos que desean mayor
libertad de ser,
se puede transformar en una ausencia de reconocimiento de su ser, y conducir
al inevitable desencanto de lo citadino, ya que, en este sentido existe una
marcada diferencia con el pueblo, en tanto que en este puede no ser tan fácil ser como se quiera ser, pero sea
como sea, se es y se es para todos y se reconoce por todos. El reconocimiento
del otro es una característica del ambiente social pueblerino; no hay un fulano
de tal, sino el hijo de la doña Berta, o el sobrino de Manuelito, o el niño
Mario que anda usando esos peinados raros… Y ese reconocimiento crea un sentido
de pertenencia local y de grupo, pertenencia al pueblo. Tal vez sea ese el
sentido de la frase del juglar Alejo Durán: “Uno es de donde lo quieren”.
El tema del reconocimiento es muy
complejo, para nada trivial, al cual debe dársele mucha importancia. El ser
humano es un ser social por naturaleza que requiere del reconocimiento del otro
para desarrollar la sociabilidad. Aislado deja de ser humano. En Bogotá no es
extraño que una persona pase cinco años viviendo en un lugar sin conocer a sus
vecinos – pero sí sabe a qué hora apaga las luces -. Precisamente, y sin ánimo
de hacer propaganda política, el reconocimiento del otro y la sociabilidad son
unos de los fundamentos de las políticas públicas que se están desarrollando en
la ciudad de Bogotá en la coyuntura actual, y cuyo lema de gobierno hace
referencia a la necesidad de una “Bogotá Humana”. El propio alcalde de Bogotá,
Gustavo Petro (personaje costeño, valga la pena mencionar, en una
entrevista televisiva reciente se refirió a Bogotá como una “ciudad inhumana”, con lo cual sustentaba la necesidad de
desarrollar las políticas públicas que persiguen el reconocimiento del otro y
la creación y recuperación de espacios públicos en los que la gente se pueda
mezclar con fines de sociabilidad, para el contacto humano. Entonces no es un
tema superfluo, sino un problema de orden social, reconocido institucionalmente
y que se espera pueda superarse para hacer de la Capital una ciudad menos basta
y más amable.
Bogotá puede ser vista como la ciudad
de la búsqueda de identidades. Lo primero que se debe entender es que hace
tiempos dejó de ser la ciudad de los cachacos para convertirse en la ciudad de
todos, por lo que hablar de una identidad bogotana es casi que imposible. En la
capital se han establecido todo tipo de colonias, de todos los rincones del
país, incluso es común ver que las personas que nacen y se crían en Bogotá
poseen ascendencia de distinta región por ambas líneas, materna y paterna, o
por una de ellas, siendo este un elemento que dispersa un poco el sentido de
pertenencia y de raíces.
Es allí donde radica la fragilidad de
ciertas sociedades, en la confusión que crea su carencia de identidad y de
pertenencia, lo que las convierte en vulnerables frente a las culturas que se
imponen. Bogotá ha tenido una actitud permeable no sólo ante las culturas de
otras regiones del país sino ante las extranjeras, lo que es bueno en el
sentido de que crea espacios para todos, pero que no deja de crear confusión
porque normalmente van acompañadas de características propias de la
aculturación, y es aquí donde se hace evidente la filiación del cachaco con el
sueño americano. He visto por ejemplo, que en la celebración de las pascuas
algunos centros comerciales, principalmente del norte de la ciudad, adornan sus
espacios con motivos alusivos a las pascuas, pero al estilo norteamericano.
Entonces sobresalen los conejos de pascua pequeños y gigantes con letreros en
inglés - lo cual ya es una muestra de extranjerismo -, y uno se siente como si
estuviera en otro país, como una negación del lugar al que se pertenece, fuera
de entender que pudiera tratarse de estrategias comerciales para llamar al
público extranjero o que simplemente se trata de una pequeña porción de los cachacos que viven en el norte, de los que uno
puede injuriar diciendo que “se las
tiran de gringos”
o que no le dan el valor a lo que es propio; para mi sorpresa en mi sitio de
trabajo un compañero me regaló un huevito de pascuas de chocolate con una
leyenda en inglés: “Happy Easter everyone! Remember the reason for the season
and make yourself & the world a better place”, que aún no sé qué significa,
pero fue base para el asombro de encontrar esa práctica esparcida por toda la
ciudad en distintas formas de aculturación y de extranjerismo. Aunque en
realidad se trata de un fenómeno que tiende a generalizarse, y que también
comienza a extenderse a las ciudades costeñas, pero en la capital permea con
una facilidad a ratos absurda, a ratos ridícula. También en Bogotá he celebrado
varios cumpleaños propios y de amigos, y a la hora de cantar lo que debe ser elcumpleaños feliz, he
preferido limitarme a sonreír y tocar las palmas, mientras con pena ajena
escucho a los demás cantar las versiones criollas del happy
birthday: “japi derdei”, “hapi verdi”, “hapi berbi”, “api verde”... incluso
llegué a escuchar el colmo del “api beibi”, y el único consuelo que me repone es
que por lo menos todos terminan en “tu yu”.
Si se pudiera hablar de una identidad
bogotana, se tendría que definir como identidad diversa, o como multi-identidad, al fin y al
cabo ese es un elemento propio de una ciudad cosmopolita. Referirse al cachaco
con equivalencia al rolo es hablar de una especie en extinción. Rolos son
escasos. Su forma de hablar, los modales, esa excesiva diplomacia, la forma
propia de vestir, todo ha ido desapareciendo tal vez porque sus espacios fueron
ocupados por otras tribus. Siendo así, es difícil pensar que se pueda hablar un
lenguaje común. La metrópoli puede ser una Torre de Babel a la hora de
intercambiar lenguajes; pero desde esas diferencias se puede construir sentidos
cívicos comunes, y es un proceso en el cual la ciudad se encuentra dando sus
pasos.
Entonces esas referencias que desde
niños nos formamos acerca de los cachacos puede que en su mayoría ya no estén,
o que queden pocas; y que en todo caso las que quedan hayan sufrido
hibridaciones en cierto grado por la apertura a las diferentes culturas que
ingresan y se posan en Bogotá, las cuales también se transforman para adaptarse
a las condiciones diversas y cosmopolitas de la capital. Las diferencias que
parecían tan triviales, pero que servían para distinguir un tipo de trato como
perteneciente a la ciudad han ido desapareciendo o variando; por ejemplo, cada
vez es más común que los jóvenes en su trato se tuteen y abandonen el usted, o
que lo hagan con sus padres y familiares - “El cachaco se trata de usted” ya no
es una norma estricta de convivencia -, aunque se conservan ciertas formalidades,
distancias en el trato y la reserva personal propia del ser frío - algo que resulta paradójico si
se viaja en Transmilenio, donde es imposible guardar distancia y evitar
vulnerar el campo íntimo de las personas, donde uno ingresa para “dar y recibir cariño” -.
La mistificación y mitificación
propias del sueño cachaco a veces nos lleva a comparaciones inoficiosas,
intangibles en el sentido de que no es posible hallarlas tal como las
concebimos, y que pueden ser contraproducentes a nuestros intereses culturales,
costumbres e identidades. Tal vez sea necesario deshacernos del mito citadino y
de paso desmitificar a la ciudad. Tal vez los cachacos deberían abandonar el
sueño americano, y los pueblerinos el sueño cachaco. Tal vez lo más pertinente sea
reconocernos a partir de algunos elementos pueblerinos como tesis para la
construcción de una nueva sociedad, sobre todo ahora que se atraviesa por una
coyuntura de diálogo y reconciliación social, y se habla del fin de la
violencia. Aprender a reconocernos sería el primer paso para alcanzar a
respetarnos, pero el reconocimiento del otro no significa simplemente no
meterse con el otro y dejarlo vivir y desarrollarse como quiera; significa
además tener presente al otro.
Se suele apreciar a las personas citadinas
como hombres y mujeres de mundo, de una cultura universal, y a los pueblerinos
como retrasados estancados en culturas parroquiales y anacrónicas. De igual
manera, sobrevive el hecho casi inconsciente de que se asocie los escenarios de
los pueblos (callecitas, plazas, terrazas, patios…) con el atraso y los
escenarios citadinos (avenidas, discotecas, complejos, clubes…) con el
desarrollo. Nadie quiere vivir atrasado, y será imposible encontrar que un
citadino prefiera, en vez de una piscina, construir un patio o solar para
sembrar palos de
mango o almendra donde colgar una hamaca y criar gallinas. Son apreciaciones y
asociaciones que realizamos todo el tiempo y que, aunque parezcan triviales,
nos conducen a preferir una cosa sobre otra, o ser de un modo y no de otro. Empero, con
los elementos que hemos referenciado, si nos detenemos a analizar que en el
trasfondo de todo lo que existe es una mistificación y mitificación del ser citadino, que el sueño cachaco,
después de cumplirse, puede resultar en desencanto, y que las condiciones de la
ciudad podrían en algunos casos no ser tan benévolos para nuestras formaciones
culturales, identidades y costumbres, podríamos aterrizar y crear consciencia
en que lo universal no se contrapone a lo local y pueblerino, que se puede
cultivar una cultura universal a partir de nuestras identidades, que no es
necesario “citadinizar”nuestros pueblos para imitar un
desarrollo ficticio, que se pueden aprovechar las ventajas que tienen nuestros
pueblos en materia de identidad y reconocimiento del otro para la formación de
una cultura ciudadana.
El
encanto llamado Bogotá es vivido por muchos pueblerinos de forma onírica y
prematura, con imágenes emocionales en sus mentes, llenas de escenarios
deseados, de ilusiones etéreas y sentido fabuloso. Y como cada lugar tiene su
encanto, pero también su desencanto, una vez se ha llegado a este, cobra
vigencia la idea del retorno, ya sea en forma de remembranza o de melancolía.
Es ahí cuando los sentidos se agudizan en la dirección del retorno, justo
cuando, sin saber por qué, nos sorprendemos tarareando una melodía que conjure
nuestra ausencia en el lugar que nos pertenece y al que pertenecemos, a veces
sin poder regresar… “Nació mi poesía como
las madrugadas en mi pueblo ardiente, puras, y majestuosas; mis versos, alegres
y libres como el viento, cual astro fugaz del firmamento en la noche hermosa…
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