Mary Daza Orozco. Hace años había una
sequía extraordinaria. Recuerdo, a pesar de que no tenía más allá de seis años
de edad, ver la angustia de mis tíos y otros señores ante la pérdida inminente
de sus cosechas por falta de lluvia.
El
algodón, que era redención económica, estaba a punto de perderse; hacía mucho
calor y no conocíamos los aires acondicionados, ni se pensaba en racionamientos
de energía, porque la luz eléctrica aparecía por horas, el río Villanueva era
un cuenco seco, como está ahora, lleno de piedras ardientes. Había
desesperación, lo notaba en las exclamaciones de mi madre y de mis tías: ‘¡El
mundo se va a acabar!’.
Una
mañana pensé que sí, que se estaba acabando el mundo, me despertó de mi sueño
infantil la voz potente del padre Guare, que fue párroco en Villanueva por más
de una década, ampliada por los parlantes que había instalado en la torre del
templo: “Se espera a todos los fieles a una rogativa para que Dios nos mande la
lluvia”. Me entusiasmé, mi diversión más grande eran las fiestas religiosas con
voladores, vaca loca, y la orquesta de Juancho Gil tocando ’Tristezas del alma’
y al final un helado de esencia de rosas que vendían en un carrito que hacía
sonar ‘Para Elisa’ de Bethoven, por todas las calles.
Me
equivoqué: el asunto era triste, sacaron la imagen de San Isidro, que reposaba,
no sé si todavía, en un nicho en la iglesia, y una multitud lo seguía, como
patrono de las cosechas, rogándole por una gota de lluvia. Yo iba agarrada de
la mano de mi madre, y aunque no era mucho lo que entendía, sé que las
deprecaciones eran mezclas de angustia y esperanza.
Si
llovió o no, no lo recuerdo. Ahora cuando estamos ahorrando energía, y vivimos
una cierta angustia por la sequía, estoy segura de que el fenómeno del Niño es
muy viejo, pero antes, la única preocupación que traía era la pérdida de las
cosechas.
Más
tarde, o años después, hubo un invierno de espanto, el río se creció tanto que
bañaba el centenario puente con su agua color de chocolate y volvían a peligrar
las cosechas, entonces mi madre nos pidió a mi hermano y a mí que dijéramos a
cada rato “San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol”, y lo hacíamos
mientras saltábamos a la cuerda en mitad de la sala, porque afuera la lluvia no
paraba.
San
Isidro se me hizo simpático, aunque, fuera del estribillo con el que
amenizábamos los juegos, nunca le he rezado, pero de seguir la situación del
país tan árida habrá que congregar a una gran rogativa en Atánquez que es donde
se venera al santo de las lluvias y las sequías. Mientras tanto a ahorrar
energía, a no malgastar el agua.
Valledupar
parece una ciudad desprendida de Colombia, desde aquí veo por la ventana las
luces de los edificios, portales de las casas y negocios cercanos, encendidas,
muy brillantes como desafiando al mundo.
Tomado de elpilon.com.co
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