Por: Hernán Baquero Bracho. Colombia desde la
década de los 40 ha vivido siempre una guerra civil no declarada: nuestra
organización social pareciera que día a día se desmoronara y en el inmediato
plazo parece imposible mantenerla en equilibrio, o sea en paz y dentro de una
convivencia civilizada. Por un lado las FARC y el ELN continúan en lo suyo y
por otro lado la polarización que vive el país es cada día más efervescente.
Nuestra guerra cuenta y despiadada no es
comparable. Sus causas no son identificables y sus apasionamientos no tienen
las características genéticas de las guerras civiles, causadas corrientemente
por las rivalidades raciales, las incomprensiones religiosas o el fanatismo
político. Debemos hacer un pare ante esta violencia y sobre todo de sacudirnos
de la indiferencia ante el dolor y el sufrimiento ajeno en la violencia urbana.
Es una violencia fracticida sin vencedores, sino solamente vencidos. Los
actores somos colombianos. No sabemos por qué tenemos que matar y por qué
tenemos que morir.
Al igual que las terapias utilizadas
por la sicología clínica en el comportamiento humano, Colombia requiere de
símbolos más que mágicos que logren identificar nuestras raíces, nos
sensibilicen y penetren en las entrañas de la patria y sus gentes. Para
Colombia como enfermo terminal, la terapia debe consistir en el rescate de los
valores culturales de las regiones que enorgullezcan a los pueblos y hagan
sentir la grandeza de nuestras tradiciones.
Vale la pena recordar las palabras de Alonzo
Salazar, publicadas en el diario El Tiempo el 9 de Noviembre de 1997 y que
continúan vigentes, donde escribió “… O estaría mal una guerra de acordeones
con todos los bandos juntos, en un estadio abarrotado, para caer en cuenta que
nos estamos matando a nombre de los mismos ideales. Mejor sería que la música y
nuestro folclore, reemplazaran la artillería”. Ahí está resumido lo que debe
imperar en nuestro país. La violencia urbana en las ciudades está generando
miedo y terror. Salimos de una guerra y entramos en otra. Es como una
cadena o de un eslabón que nunca termina.
En el sicoanálisis, la terapia debe ser
retroactiva, capaz de exteriorizar e identificar los conflictos y las
frustraciones pasadas como únicos causantes de los traumas presentes. En el
programa clínico requerido por Colombia, los símbolos culturales expresados por
nuestro folclore, nuestras artesanías y las costumbres regionales que
simbolizan a nuestra historia, nuestra geografía, nuestros climas y la grandeza
de nuestras tradiciones, deben constituir la esencia básica de la terapia
eficaz requerida, que nos sensibilice e identifique.
Al folclor musical le corresponde el valor
masificador más eficaz como herramienta terapéutica por la capacidad de
divulgación y sensibilización que produce la poesía regional, acompañada de los
instrumentos musicales tradicionales y animadas por loa bailes típicos de cada
región y cada geografía.
Las obras representativas de nuestro folclore como
muestras folclóricas, como herramientas de identificación personal, deben ser
majestuosas para lograr la elocuencia, verdaderamente grandes para que
pertenezcan al país entero, auténticas e inéditas y que no modifiquen la
esencia. Deben representar las glorias de nuestros antes pasados y medir
los medios que emplearon para adquirirlas.
Creemos firmemente en la necesidad de derrotar la
violencia, pero no con las armas que silencien vidas. Debemos vivir en un país
donde no se toleren los atropellos a la dignidad humana. Colombia ha sido
testigo de un genocidio mudo, sin igual en ninguna otra sociedad democrática.
El arte y la cultura deben constituirse en los símbolos patrios que es la
esencia del alma y de sus gentes y como tal debemos por ejemplo combatir la
violencia con esa cultura y esas raíces y para el caso específico del tema en
mención que mejor una guerra de acordeones donde se olviden las penas y
las penurias y se reconcilien los corazones a punta de música de la buena.
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