La
Provincia de Padilla y Valledupar vivió en 1925 el suceso más extravagante de
su historia con la llegada del primer carro, pero el acordeón le arrebataría su
gloria.
Hace casi
cien años, las aldeas de la provincia de Padilla y Valledupar en el antiguo
Magdalena Grande vivían una soledad inimaginable para el mundo moderno, pero un
suceso extraordinario cambiaría su historia: la aparición del primer carro, el
mayor símbolo de poder y gloria de la época.
El auto
llegaría a San Juan del César, un pueblito de gente pretenciosa y malhablada, y
su futuro dueño era un rico extravagante y, según algunos, descendiente de un
prófugo francés de la prisión de Cayena que se refugió en La Guajira en el
siglo XIX y amasó fortuna adueñándose de tierras baldías y ganado ajeno.
La noticia
del “aparato que andaba solo” escandalizó a todo el mundo, excepto a un puñado
de vagabundos que se deleitaban en el monte cantando unos ritmos con acordeón
que los negros antillanos habían llevado a esta región años atrás, y ahora los
nativos les estaban dando forma propia con sus historias.
La nueva
música estaba contagiando a la gente y el dueño del auto pensó que le podría
arruinar el espectáculo de su auto. Pero no solo el acordeón era una amenaza
porque tenía otro problema: era hipocondríaco y no soportaba los olores fuertes
y pensó que la gasolina quemada le haría desistir de su gloria.
Se
sobrepuso con un extravagante experimento. Instaló en su mansión donde vivía
con su criado -la célebre Casa del Balcón de “El amor en los tiempos del
cólera”-, más de veinte lámparas de petróleo y las dejó encendidas día y noche
para acostumbrase al insoportable vaho.
Quince días
después el Señor terminó intoxicado y con bruscos cambios de humor producto del
envenenamiento con hollín, pero creyó haber superado su asco. Los chismosos
merodeaban por los postigos de su casa y regaron que el “ricachón” se había
vuelto loco de tanto pensar en el tal carro.
Ahora lo
único que le inquietaba era la “vulgar” música de acordeón que venía desde los
montes y los pobres disfrutaban por las noches en las puertas de sus ranchos,
mientras seguían las estrellas fugaces de las perseidas de agosto, una lluvia
de meteoros cruzando el cielo durante todo el mes.
El Señor le
decía a su criado que le iba a cambiar la vida a los pobres y que pronto
olvidarían la música de acordeón. El auto lo importaría de Detroit y le
costaría seiscientos pesos, una fortuna para una época en crisis, pero estaba
tan ensimismado que ya no le paraba bolas a un periódico de la capital de la
República, un privilegio que solo él disfrutaba una vez al mes y le llevaban en
mula desde Valledupar.
El
periódico adornaba la sala como otro signo de distinción, ante el anhelo de los
pobres de tener algún día siquiera unas páginas para darles un poco de dignidad
sus casas, pero el Señor guardaba bajo llave los ejemplares viejos. Esta vez lo
dejó olvidado y un aldeano aprovechó el descuido y un mediodía se metió al
patio y se llevó una par de páginas que luego pegó en la pared de su casa, bajo
el riesgo de ir al calabozo y someterse al escarnio público, pero el Señor no
se percató del hecho.
Su
preocupación era el arrebato de los pobres por la música y sus intérpretes,
venerados como santos. Entonces ordenó al Inspector de Policía prohibir la
música, considerada vulgar por la Iglesia porque incitaba las bajas pasiones. A
la mañana siguiente apareció clavado en la puerta de la iglesia un memorial que
proscribía el acordeón y se excomulgaba a quienes desobedecieran la orden.
El “Diablo” sale a las calles
Una tarde
llegó una caravana de mulas con una carga envuelta en lona y los aldeanos
pensaron que eran armas para otro conflicto, como la Guerra de los Mil Días
unas décadas atrás. Nadie imaginó lo que era: un Ford modelo 23 desarmado y
traído en mula desde Riohacha tras quince días de viaje.
El Señor
mandó traer un mecánico de Bogotá para armar el carro, y la gente decía que
desde su llegada sucedían extraños aquelarres en el patio. Un temible pistolero
confesó que una madrugada de amor prohibido sintió un rugido y un olor a azufre
y salió corriendo con su amante.
La gente
entró en pánico, las mujeres rezaban y los hombres se armaron. El sacerdote
anunció una mañana en plena misa que esa tarde saldría el carro a las calles.
Una muchedumbre bulliciosa y e incrédula se arremolinó en la plaza a la espera
de la aparición del “aparato”, mientras se persignaban ante la iglesia.
Por un
callejón asomó el auto rugiendo como una bestia y provocó, según testigos de la
escena, el momento más inolvidable y romántico de la historia de la región:
niños, ancianos, mujeres embarazadas, perros y mulas formaron una algarabía
como el caos del anuncio de la Guerra de los Mil Días.
La gente
gritaba histérica al ver al raro artefacto que despedía un ruido y un olor muy
extraños y se acercaron cautelosos entre empujones. Dentro de la esquelética
máquina descapotada iban las tres personas más célebres del momento olorosas a
colonia María Farina, que el dueño del carro les había untado para estar a la
altura del suceso, aunque el vaho del auto ahogaba el fino perfume y ahora
todos querían oler humo.
Las mujeres
lloraban de la emoción, los hombres gritaban vivas, los niños saltaban, el loco
del pueblo gesticulaba como un cuerdo, los perros aullaban, los enemigos
‘godos’ y liberales de la vieja guerra fratricida se abrazaron como compadres,
y varias señoras en medio del frenesí se rasgaron sus trajes dejando sus grandes
tetas al aire y nadie se alborotó...
Los amantes
prohibidos huyeron al río y las adolescentes se dejaron desflorar, el ladrón
más descarado del pueblo sucumbió al espectáculo y no saqueó las casas
íngrimas…, en fin ocurrió lo más parecido a un milagro, y solo cuando el carro
se guardó al anochecer todos salieron de la conmoción arreglándose sus figuras
y se marcharon a sus ranchos.
Esa noche
nadie pudo dormir porque el ruido y el olor del carro los tenía mareados,
retumbando en sus oídos y pegado a sus ropas. Algunos quisieron olvidarse del
asunto y se acostaron con sus mujeres, pero sintieron un inusual desgano. Pero
cuentan que una pareja de ancianos lo intentó y se infartó, y a la mañana
siguiente los encontraron abrazados.
En el
acostumbrado ritual del tinto de la madrugada nadie calumnió a nadie ni echó
mentiras, como era usual. El dueño del carro tampoco pudo dormir, aunque sus
motivos eran distintos: caviló toda la noche cómo sacarle provecho al hechizo
del carro sobre el populacho. Temprano por la mañana tenía un plan que le
dejaría una jugosa ganancia y arruinaría al pueblo.
A esa hora
un gentío rodeó el portón del patio del rico y le exigió la salida del carro.
El Señor mandó decir que no tenía gasolina, pero él era considerado y les
dejaría ver el carro una hora por solo ¡cincuenta centavos!; y les prometió que
cuando le llegaran las latas de gasolina Troco (Tropical Oil Company) desde
Barranquilla, les dejaría dar un paseo en su auto ¡por un peso!, una cifra
inalcanzable para la mayoría.
La novelería
por dar un paseo en el carro dejó limpio al pueblo, mientras el rico empezó a
padecer una rara enfermedad que el único médico de la región diagnosticó como
“caprichos de un hombre insoportable y necio, víctima de su vanidad”. El olor
de la gasolina quemada estaba dañándole sus nervios y su personalidad.
El auto
empezó a salir a otras aldeas como si fuera un circo y con una recua detrás
abriendo trochas, porque aún no había carreteras. Al llegar a Fonseca, un
pueblo vecino, sus habitantes se espantaron y un hombre fue atropellado y
falleció horas más tarde, pero nadie le paró bolas hasta un mes después, cuando
se enteraron que la noticia había salido en el periódico de la capital.
Los
aldeanos de Villanueva, otra comarca cercana, se ofendieron porque no les
habían llevado el carro, y el dueño les mandó decir que “no voy a destartalar
mi joya en un pueblucho lleno de piedras”. Un General villanuevero de apellido
francés compró su propio carro, y enseguida el Señor vendió el suyo por el
doble de su precio y trajo un nuevo modelo.
En poco
tiempo llegaron más carros y un camioncito con una carrocería barnizada que
parecía un fino mueble de sala, y las autoridades decidieron sacarla en las
procesiones y exhibirla en el atrio de la iglesia.
Entonces
pasaron cosas extraordinarias: los pobres ya no sabían si reconocer a los ricos
por el olor de la María Farina o por el humo de los carros. Ya no se dejaban
hechizar por la distinguida fragancia francesa y preferían el humo y la grasa
de los autos, al tiempo que los niños corrían alegres detrás de los autos
tragándose el vaho con el mismo deleite del azúcar fundido que olían de los
patios de los ricos.
Otro alboroto
De pronto
los carros perdieron interés durante las elecciones presidenciales de 1930. Un
libanés barbudo apareció de la nada con un aparato del tamaño de una mesa que,
según decía, podía hablar: la radio. La gente se conmocionó esta vez con las
noticias políticas y se despertaron de nuevo los viejos odios políticos que
había reconciliado el abrumador espectáculo del carro.
El
Inspector de Policía aprovechó el enfrentamiento de liberales y ‘godos’ y
levantó la prohibición de la música de acordeón que tanto le gustaba y cada vez
estaba contagiando más a todo el mundo, mientras sus cantores se estaban
volviendo verdaderos personajes.
El pionero
del carro se había encerrado en su mansión y casi no salía, mortificado por la
música de acordeón, la radio y, sobre todo, al ver a la “chusma” paseando en
los carros. Su criado recuerda que se acostaba solitario con sus oídos y nariz
taponados de algodoncitos mojados de María Farina para olvidarse de todo.
Para
entonces, los carros, la radio, los periódicos y el azúcar fundido dejaron de
ser una novedad. La música de acordeón irrumpió con fuerza y se adueñó del alma
de pobres y ricos, sin distingos políticos y condición económica. Los cantores
provincianos habían dado identidad propia a la primera experiencia estética de
un pueblo que se debatía entre el hastío, la pobreza y el abandono del estado.
Más de cien
años después, el arrebato de los provincianos por la Música Vallenata va más
allá de la ostentación de los carros y las modas más exorbitantes. La magia
está en su secreto: la mezcla entre lo alegre y lo melancólico, una experiencia
irresistible a un pueblo que con sus cantos alivia la carga de tristeza que
lleva dentro.
Uriel
Ariza Urbina
Soyperiodista.com
Compilación:
Villanueva mi@
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